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“Rosario, le dices a mi hermana de mi parte que vaya a por ti para llevarte al cine y que te diviertas, que te lo mereces…” le escribió mi abuelo a mi abuela el 26 de abril de 1963.
Desde que leí este fragmento no dejo de imaginarlos como seres nostálgicos que extrañaban el tiempo perdido y perdían el tiempo. Cartas llenas de faltas de ortografía y un inexplicable anhelo, que mi abuela guardaba en el altillo junto con los álbumes de fotografías familiares. Cuando finalicé la tarea de leerlas todas sentí la impotencia de no tener respuesta, ansiaba el contra-plano de mi abuela joven y pasional, amando a mi abuelo.
Todas las familias padecen ciertas evoluciones inevitables, y casi involuntarias. Es por ello que desecho la ficción pura y expongo a los actores al juego del metacine donde reconstruimos el pasado. Ese pasado discurre desde el primer encuentro entre dos personas que se amaron, o soportaron toda la vida, hasta la familia que se originó después. A partir de ahí, el desarrollo del discurso amoroso se torna gastado y asfixiante. Una mujer y un hombre que se enamoran en la Granada de los sesenta, ese es el comienzo. Luego ya vendrá su retrato, su vivo retrato, y la familia.
Una mujer y un hombre que se enamoran en la Granada de los sesenta, ese es el comienzo. Luego ya vendrá su retrato, su vivo retrato, y la familia.